EL AUGURIO

Eduardo tuvo demasiada suerte. Fue un cuadro moderado tratado a tiempo, antes de que los pulmones se le arruinaran del todo, y cuando ya había plasma disponible para pacientes como él. Siendo fumador de toda la vida él sabía que de haber demorado más en buscar ayuda no la hubiese contado. Pero en agosto del 2020 ahí estaba: saliendo del hospital por su cuenta, con optimismo en unos ojos que habían visto demasiado en poco tiempo, y sin saber qué hacer con tanta libertad. 

Al llegar a su pieza de Nogoyá tiró todos sus ceniceros. En parte por su experiencia internado, pero también porque ya no podía costearse el vicio. Había perdido el alquiler del taxi, y hasta que no saliera algo más tenía que hacer economía de guerra. De cualquier manera, Eduardo pensaba que ya había vencido en el frente principal. Soñaba con una nueva conciencia para poder arreglar las cosas, todos sus desastres, y así por fin poder acordar su paz. 

El primer mes fue una larga rehabilitación. Caminar hasta el supermercado o el kiosco resultaba más agotador de lo que era antes, pero muy de a poco creía sentir que recuperaba el ritmo. Pagaba sus compras en cuotas con expectativa de pago al infinito, o hasta el momento en que contara con un nuevo ingreso, mientras las porciones eran cada vez más chicas. El día a día era una nueva batalla. 

Fue al tercer mes cuando comenzaron las sensaciones extrañas. Lo que había empezado como un acostumbramiento acabó siendo un desgaste. Dolores que antes eran por mala postura o cansancio ahora no tenían causas ni tiempos, y parecían ser síntoma de alguna condición extraña. De a poco comenzó a desconocer su semblante en el espejo: un hombre de cincuenta y pocos años con apariencia de setenta, marido inútil, padre ausente, solo, pobre, desempleado, y sin fuerzas, ahora ni siquiera para sostenerse la mirada. Recordaba su miedo al ver pasar los cadáveres de otros pacientes, y el agradecer por un día más de vida. Ahora se preguntaba por qué no le había tocado, y cuánto dolor le esperaba. 

A pesar de la culpa, ese viernes no lo resistió más. Caminó hasta San Martín, compró un atado en el kiosco de rejas negras y le entregó su cuerpo a la desesperación sentándose a fumar en una parada de colectivo. 

La tarde de primavera era tibia, y el tabaco tenía el sabor de cuando las cosas importaban, o por lo menos cuando parecían importar. Eduardo pasó el resto de la tarde caminando sin rumbo, mientras fumaba cigarro tras cigarro, observando el paisaje urbano. Después de años tras el volante por fin podía ver el tráfico agitado de las avenidas como algo ajeno. Pensó en todos los momentos de reflexión que no se permitió por estar sumido en la desesperación de no llegar a fin de mes, como si al final ese tiempo hubiese hecho alguna diferencia en el resultado de las cosas. Llegando a Beiró comenzó a faltarle el aire de golpe. Sentía la garganta pegajosa, y un mareo fuerte que lo obligó a sentarse. El mareo lentamente se convirtió en una somnolencia atroz. Eduardo se resignó, pensando que lo que tuviese que pasar sería mejor si le pasase dormido, y se recostó en el banco mientras las sombras de los árboles proyectaban los últimos destellos del día sobre sus párpados. 

Para su sorpresa, un gato negro sentado entre sus piernas lo despertó en plena madrugada. Al tratar de ahuyentarlo el gato primero se alejó corriendo, pero cuando Eduardo se sentó, aún mareado, se le acercó despacio, y se restregó en sus tobillos. Ronroneaba muy fuerte, y maullaba despacito y entrecortado como queriendo hablar. 

Eduardo no sabía cómo interpretar el augurio de un gato negro despertándolo de la que quizás iba a ser su última siesta. Su superstición le decía una cosa, pero el ronroneo tierno y la carita inocente del animal decían todo lo contrario. Sintió con sus dedos la suavidad cálida y las vibraciones reconfortantes en su lomo. La bestia peluda le daba su amor gratuitamente, y respondía a sus estímulos con aún más énfasis. Se sentía extraño intercambiar cariño. 

Ambos pasaron el resto de la madrugada uno al lado del otro entre caricias. Luego el gato se bajó y se escabulló tras una tapia, pero ambos sabían que se volverían a ver. Eduardo entonces emprendió el regreso a la pensión, no sin antes tirar el atado de cigarrillos. Volvió por el camino largo, sin importar la hora, haciendo tiempo para reponer su aliento y ver salir el sol.

 

Consigna del día 8: Escribir un relato rescatando la belleza en tiempos y/o contextos de grandes horrores.

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