LA HUMEDAD

Al perder su trabajo en la fábrica Gabriel asumió que su primera aventura de adultez independiente debía suspenderse. Sus escasos ahorros le planteaban pocas opciones, y ninguna involucraba continuar viviendo solo en la pensión de San Telmo ni continuar sus estudios de ingeniería. Fue entonces que decidió llamar a su madre para comentarle la situación con la seriedad que merecía. Ella y su padre, al no poder convencerlo de quedarse, le habían dejado en claro a Gabriel que las puertas del hogar de su infancia siempre iban a estar abiertas, en especial en tiempos difíciles como los que acarreaba el nuevo siglo. Concretaron los detalles por teléfono esa misma noche, y una semana más tarde Gabriel estaba en camino de regreso a General Lamadrid. 

La casa era de esas que son fruto del trabajo y la perseverancia de tres generaciones de trabajadores humildes. Dos pisos construídos poco a poco, cargados de recuerdos, levantándose como un monumento vivo en el centro de un terreno que antes ni siquiera figuraba en los catastros. Gabriel encontró la calidez añorada al llegar, pero la expresión en el rostro de su madre ya no tenía la vitalidad del día en que él partió. “Tu papá ahora está volviendo de Azul, tenía que ir al hospital por la neumonía” le explicó. Gabriel le dio un abrazo, notando un leve temblor nervioso. También en Lamadrid tocaban tiempos difíciles. Su habitación también estaba igual, a excepción del olor a naftalina y ligeras manchas de humedad en el techo. 

El primer año fue un periodo de re-acostumbramiento para Gabriel. Habiendo disfrutado de los placeres de vivir solo no le fue fácil volver a la rutina familiar. Más allá de eso, a todos en el hogar les hacía bien poder estar cerca uno del otro. Su padre terminó de curarse de la neumonía, y su madre de a poco fue recuperando el humor de antaño. Gabriel mientras leía los clasificados del diario y enviaba cartas de presentación a cuanta oportunidad de trabajo estuviese a su alcance en Buenos Aires, para poder volver cuanto antes. 

El segundo año de estadía recibió por fin respuesta de un posible empleador en un taller metalúrgico de la Capital. También fue entonces cuando las cosas se pusieron feas. Una gotera en la habitación del matrimonio causó que el padre de Gabriel enfermara nuevamente ese invierno, y esta vez no lo pudo resistir. El funeral fue breve, pero muy sentido. A la semana de aquello, Gabriel notó que su madre de pronto temblaba como cuando él llegó de Buenos Aires, sólo que esta vez no necesitó abrazarla para darse cuenta. Sus temblores eran más fuertes, concentrados en las extremidades, y poco a poco fueron transformándose en una convulsión. Gabriel salió a la calle pidiendo auxilio a los vecinos. Varios acudieron, y al poco tiempo llegó la ambulancia del municipio. La pesadilla se repetía sin medios tiempos. 

Al llegar esa noche a la casa vacía, luego de dejar a su madre al cuidado de los médicos, Gabriel se sentó en la oscuridad de la mesa de la cocina y rompió en llanto. Se sentía impotente, paralizado por la angustia y el dolor. No podía evitar pensar que debió haberse quedado en Lamadrid en un principio. 

Fue en la soledad de esa noche que notó el nauseabundo olor a humedad que invadía la casa, envolviéndolo todo. Una humedad antinatural para una vivienda, más esperable en un sótano abandonado o en un pasadizo entre catacumbas. Gabriel se levantó buscando la fuente de ese olor, y cuando encendió la luz de la cocina pudo ver que el techo estaba cubierto con las mismas manchas de humedad y moho que había notado en su habitación. Las manchas también habían aparecido en el comedor y el baño. En su habitación y la de sus padres (ahora, de su madre), las manchas no sólo eran más grandes sino que goteaban agua sucia sobre las camas y los muebles. Gabriel pasó el resto de esa noche limpiando entre lágrimas, y con el alba finalmente se acostó a dormir. 

Al despertar ya no había olor a humedad, sólo a lavandina. Gabriel terminó de ordenar la casa y recibió a su madre luego de cinco días, sin un diagnóstico claro. Sin embargo él sí tenía claro lo que iba a hacer al respecto. “Mamá, me voy a quedar con vos para lo que necesites”, le prometió con una sonrisa agridulce mientras sostenía sus manos. Y así fue. 

Han pasado casi veinte años desde que Gabriel decidió quedarse. Él y su madre viven todavía en la casa, y aún no aparecen nuevas manchas de humedad.

 

Consigna del día 1: Escribir sobre una casa embrujada.

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