CONFESIÓN

No creo que recuerdes lo que pasó en el primer año del Santa Teresita de la misma manera que yo lo recuerdo. Vos estabas sumida en tus asuntos privados, secretos, que te estaban desgarrando, o quizás necesitabas otra cosa de mí. Yo con mi ímpetu adolescente no lo supe ver, y te perdí para siempre. Recuerdo que estabas furiosa. No me dirigías la palabra, tus amigas me entregaban tus recados poniendo cara de asco y yo los escuchaba sacando pecho e ignorando el pulso de la vergüenza sobre mi estómago. Luego de un par de semanas por fin me hablaste directamente. Yo por entonces ya estaba más entero. Vos me dijiste lo que yo ya había repasado una y mil veces: que estábamos mejor antes de todo aquello. Así ambos acordamos recomponer nuestra amistad y enterrar todo aquello que pudiera comprometerla. Vos arrojaste las cenizas al viento y seguiste adelante. Yo cargué con las brasas. 

Los años pasaron lentos entre nosotros, de charla en charla y de secreto en secreto. Yo decidí seguir mi vocación de servir a Dios, incluso con las dudas y las angustias. Vos te decidiste por seguir contabilidad ni más ni menos, porque siempre fuiste muy buena en matemáticas y tu familia decía que te sería fácil prosperar. Recuerdo que yo te llamaba una vez a la semana desde el seminario tan sólo para oír tu voz, sin mucho que contar. En una de esas charlas fue cuando vos me nombraste a Leandro por primera vez, creo que por una reunión de estudio. Yo sentí un escalofrío, pero ya sabía que mis cruces son sólo mías.

Cuando volví a Buenos Aires nos reunimos y me lo presentaste. Leandro me cayó bien. Era un muchacho simpático de pelo castaño y mirada suave que te hacía sonreír. Vos me dijiste que estaban en pareja hacía año y medio. Yo les pregunté sobre la idea de matrimonio, más por chistoso que por obligación, y ambos se rieron sin saber bien qué contestar. Sin embargo, al año siguiente ustedes ya estaban comprometidos. 

La distancia entre nosotros aumentó luego del casamiento, hasta casi perdernos de vista. Yo me ordené en esta parroquia en Ituzaingó, y todavía estoy acá sirviendo a la Santa Iglesia. Vos tuviste dos hijos, una nena y un nene según supe en su momento, y lograste recibirte y obtener una pasantía rentada en un estudio muy importante de Tribunales. No oí mucho más de vos aparte de eso, pero me sentí y me siento muy contento de que hubieses logrado tus objetivos de carrera y de familia. De verdad, estoy muy feliz por vos, y estoy seguro de que tus hijos sabrán tener en vos una madre fuerte, protectora y amorosa. Y quisiera que sepas que hasta hoy yo estaba listo para cerrar el capítulo que vos fuiste en mi vida tal como está hasta aquí, pero ya no puedo. Algo pasó. 

Hoy por la tarde estaba en el confesionario. Una voz familiar me sacudió la modorra de la escasa concurrencia con un “Ave María purísima” al otro lado de la celosía. No había escuchado su voz en años, pero supe reconocer a Leandro, tu marido. “Perdóname, Padre, porque he pecado”, dijo nervioso, “vine desde lejos, me siento más seguro confesando esto acá”. Él no me reconoció, no tendría por qué, y volcó su gran pecado ante el Señor. Yo lo escuché atento, reprimiendo mi propia conciencia ardida por las brasas de mi juventud, y habiendo él acabado le impuse penitencia. Él aceptó el castigo, hizo la señal de la Cruz frente al altar y se retiró. 

No vale la pena incurrir en detalles de lo que tu marido me dijo, pues ahora no corresponde que los obtengas de mí. Tampoco corresponde que te haga saber estos pensamientos, por supuesto, y por eso jamás leerás esta carta. Este escrito es sólo para limpiar mi conciencia, sin importar mi urgencia de decírtelo todo. El Señor obra a través de la Iglesia para extender su amor y su perdón, pero yo soy hombre antes que siervo divino y hay cosas que como hombre no me corresponde perdonar. Este pecado está ahora en tus manos, Leticia, no en las de Dios.

 

Consigna del día 2: "Él es... Yo soy..." Descripción de una relación a partir de la oposición de pronombres.

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