Borrego Eléctrico
La tarde pasaba desapercibida en el subsuelo, como siempre,
igual que un momento fugaz en el plano de la rutina. El ruido y las
conversaciones se sucedían como es de costumbre entre amigos mientras yo estaba
en silencio con la mirada fija en el cuaderno. Estudiaba partituras. Hacía poco
me había integrado al coro del colegio, por razones dudosamente voluntarias,
sólo para tomar conciencia de mi ignorancia en todo lo referente a la música.
Además de ser el más chico era el más descolgado.
Hacía poco había comprado el libro de María del Carmen
Aguilar, que me había recomendado en ese entonces mi directora para comenzar a entender
algunos conceptos de lectura de pentagramas. El libro en sí resultó ser apenas
más explicativo que un texto en lengua muerta, por lo que yo consideré que
había sido una inútil puntada al bolsillo de mi madre. Aun así el libro me
absorbía. Lo llevaba a todos lados. Allí donde tenía tiempo de leerlo, sin importarme
demasiado la comodidad o la limpieza del lugar, comenzaba a practicar lecciones
que nunca me salían bien. Se me hizo tanta la obsesión con el universo
desconocido de la música que comencé a dedicarle más tiempo a ese libro que a
cualquier cosa relacionada con las materias del colegio, sin obtener ningún
progreso efectivo. Fue entonces cuando se me ocurrió pedirle a Azul que me
ayude a descifrar los jeroglíficos del libro.
Azul era en ese entonces, digamos, parte de la “Órbita de
amigos N° 2”. Este título era debido a que, si bien nos visitaba en el buffet
del subsuelo casi todos los días, no era ya una alumna regular del colegio y en
un principio no teníamos una amistad cercana. Muy pocos me tomaban en cuenta,
estando yo encerrado en mi mundo de papel, pero ella venía desde su escuela de
danzas para pasar el tiempo con nosotros, aunque en ese entonces ella
prácticamente me ignoraba. Era una chica de carácter indiferente, de mirada
penetrante cuando estaba dispuesta a hablar y filosa cuando estaba a punto de
arrancarle a uno la yugular. Podía ser la paz sobre sus dos pies o las Siete
Plagas según el día y la actitud. No era amigable ni hostil, solamente era ella
misma.
Días atrás había tenido la oportunidad de hablar con ella en
calidad de iguales, cosa que era complicada en ese entonces con el grupo del
subsuelo. Teníamos parentescos, rangos, clases, razas, religiones, funciones…
toda una sociedad diagramada en nuestro núcleo, diseñada para identificarnos a
nosotros mismos como una pieza de un reloj que sólo en conjunto con las otras
piezas es capaz de seguir su marcha. En esa sociedad pseudoutópica yo poseía el
rango de ‘esclavo’, hijo de una de las Reinas del Universo y subyugado por el
esposo de su hermana. No era para nada común que la ahijada de la Reina le
hable a un esclavo, menos aún en calidad de iguales, y viendo tal oportunidad
le pedí que me dé algunas clases de lectura musical. No era un gran problema
para ella, pues hacía años que estudiaba música con instrumentos autóctonos,
así que aceptó a cambio de que le pagase cinco pesos por hora de clase. Era un
trato justo, desde mi perspectiva de borrego dominado.
El lunes era feriado y tenía muchos juegos que pedían mi
atención en la computadora, así que comenzamos el martes siguiente.
Estaba entonces en el buffet mal sentado contra la pared de
azulejos blancos, con el libro de música abierto. De lo que estaba escrito no
entendía tres belines, ni mucho menos. De lo que estaban hablando alrededor mío
en ese momento, algo muy escaso.
Llegó Azul. Cargaba dos bolsas pesadas y una mochila llena
de pertrechos de danza, eso sin contar la cara de estrés que le pesaba de por
sí. Su saludo fue una frase cortante y concisa:
-
Tengo sueño.
¿Qué le podía responder yo, un pobre esclavo? “Hola”, “Yo también”, “¿Qué pasó?”.
Ante la duda decidí usar mi muletilla de usos múltiples.
-
Ehhh…
-
¡No importa! - dijo golpeando la mesa. - ¡Hay
que laburar! Quiero suponer que trajiste el cuadernillo…
-
Sí, sí…
Así empezó la clase. Comenzamos con ritmo, pulso y acento (lo
básico), de lo cual la teoría me resultaba fácil. La práctica era una
frustración tras otra, lo que derivó en varias puñaladas oculares.
-
Pero, en serio… ¿Lo hacés mal a propósito? – me dijo
al borde de la locura total.
Decidimos terminar en eso por ser el primer día. Ella me dio
tarea, yo le di el dinero y nos pusimos a hacer cualquier otra cosa con los
chicos.
Así se fueron sucediendo las clases cada vez que Azul venía
al subsuelo. La teoría era hermosa, pero la práctica era una tortura contínua a
base de fallos y más fallos.
La tarde que sucedió era una tarde de agosto. Todo estaba
igual que de costumbre, la misma calma
tensa, el mismo aislamiento, las mismas conversaciones, la misma ignorancia de
mi parte. Un perfecto simulacro del mundo fuera del subsuelo.
En el momento en el que Azul llegó todas las miradas que
había en la mesa se posaron en ella. Algo no andaba bien. Tenía la misma cara
de siempre, sí, y llevaba sus bolsas con las mismas cosas de siempre, pero algo
andaba mal. Se sentía en el aire que la rodeaba, se veía en la pesadez de sus
ojos. Una estática negra como un abismo la había penetrado y destruido su aura,
la había dañado a ella donde no se podía curar. Se veía muy claro en sus
pupilas, la gran vorágine negra…
Sin saluda a nadie y con una violencia poco común, incluso
para ella, me dio una orden en el tono más imperativo que escuché en toda mi
vida.
-
Dame la mano.
Un escalofrío me recorrió la espina como un dedo gélido, advirtiéndome
de un destino nefasto. Dudaba, pero no llegué a pedir razones antes de que Azul
perdiera la paciencia.
-
¡Dame la mano, te dije!
-
¿Qué pasó, Azul? – alcancé a preguntar.
No hubo respuesta alguna, aparte de la cuchilla negra de sus
ojos atravesándome el cráneo.
Como poseída se aferró a mi mano con tal fuerza y tal
rapidez que no alcancé a reaccionar. Ella no dejaba de mirarme con saña, como
una neutralidad dudosa que me consumía en desconfianza.
Inmediatamente, una fuerza que no se definía entre una
pulsación, una corriente, una patada, una succión una convulsión y un no-sé-qué
me sumió en un letargo. Sentía náuseas en la nariz, esguinces en los ojos,
inflamación en los huesos, vergüenza en el estómago, asco en las rodillas,
cansancio en todos lados, y de repente todo se hizo oscuro.
La vorágine se había apoderado de mí por completo. El vacío
me rodeaba y atravesaba mi cerebro consumiendo mis pensamientos, mis fantasías,
mis esperanzas, mis ganas de respirar, mi capacidad de sentir y de sentirme
humano. Me dolía desfallecer así, en pleno subsuelo, arrancándole un pedazo a
la sociedad que sentía mía, destrozándole el alma a mis amigos, a la gente que
quería y que sabía que me querían. Ya no sabía dónde estaba, ni quién era, ni
qué forma tenía yo o mis semejantes. Sólo sabía que de ahora en más todo sería
diferente. Todo había terminado de repente, debía despedirme del mundo que
conocía y aceptar el nuevo orden de oscuridad. Eso era todo.
Debía despedirme.
Adiós…
Y desperté. Azul me soltó el brazo y todo volvió como hasta
hacía unos minutos. Ella, por primera vez desde que la conocí, bajó la vista al
piso. Yo la miraba incrédulo. Me había hecho algo tan extraño que escapaba a
toda lógica. Aún sentía como la oscuridad recorría mis entrañas.
-
Ya está… - me dijo. – Gracias.
-
¿Gracias por qué? – Le pregunté descaradamente,
olvidándome por un momento de los protocolos esclavo-maestro. Seguía
sintiéndome extraño.
-
No importa… - Su voz tenía una calma que no
había oído en mucho tiempo. – Ya está…
Esa relajación en ella rodeada de tanta misteriosa
sinceridad hizo que recuperara parcialmente la confianza. Dejamos el asunto ahí
y nos pusimos a hablar de cosas. Juegos de computadora, animé, esa cosa extraña
llamada Vocaloid y de no sé cuantas Alicias…
Distendiéndome un poco de aquella disertación filosófica en
el “Reino del Universo de las Hermanas del Caos” me dispuse a encargarme de
algún que otro asunto de matemática (para variar). Polinomios, inecuaciones,
conjuntos… Ahí estaba otro desentendimiento de mi parte, sólo que este no era
de mi particular interés momentáneo.
(a+b) x (a-b) = a x gris = gris x gris
Gris.
Sí, ahora todo era gris. Lo que se retorcía en mis entrañas
ahora se había extendido por todo mi cuerpo, dándome náuseas y mareos a
conciencia y desconciencia, succionándome las ganas de abrir los ojos para
observar el GRIS.
El subsuelo gris era un espectáculo deprimente al punto de
que me levanté con la necesidad de salir corriendo, brincando, saltando o
arrastrándome lo más rápido que pudiese afuera para ver el sol.
Si bien Azul ya había olvidado el asunto y estaba sumergida
en las conversaciones rutinarias con sus amigas, se percató inmediatamente de
mi extraña actitud. De cómo, por náuseas y por una rabia que no supe explicar,
miraba al piso como atolondrado buscando una salida del buffet gris que me
tenía aprisionado. La Reina del Universo me preguntó si me pasaba algo malo, a
lo que respondí que sólo necesitaba aire fresco.
Fue entonces cuando Azul, sin explicaciones ni reparos, vino
casi corriendo a donde estaba yo, se abalanzó sobre la mesa inclinándose en el
banco y aferrándome las muñecas con ambas manos me dijo entre sollozos.
-
¡Perdón! No quise… En serio, no quise…
Necesitaba hacerlo con alguien… ¡Perdón!
Una nueva luz de razón universal se reveló ante mí en ese
preciso momento. ¿Qué acababa de pasarme? ¿Qué energía extraña había surcado mi
mente y mi alma, de tal manera que podía sentirlo a mi alrededor? ¿Qué fue lo
que me hizo Azul? ¿Por qué ‘Perdón’?
De repente todas las preguntas se me respondieron solas ante
la nueva lógica, y respondí a la súplica de Azul con total calma.
-
Está bien… Te entiendo, Azul, déjalo así… Sólo
necesito aire fresco…
Me levanté y subí a la superficie. Ese día no hubo clases de
música.
Durante varias semanas continué viendo el mundo en gris de a
momentos, más que nada de noche. Recuerdo que una noche estaba cenando una sopa
de letras en casa cuando sucedió el milagro nefasto, y para mis ojos la sopa se
transformó en arcilla humeante. El mundo gris resultaba prácticamente
inhabitable. Es increíble cómo la ausencia de magia, o su presencia, puede
transformar la realidad.
Al segundo mes de ocurrido el hecho comencé a llevar conmigo
un cuaderno al cual me gustaba pintarrajear con colores para tener algo que ver
cuando se interrumpía el hechizo. Pero a veces me confundía y acababa
pintándolo de gris. Cuánta miseria…
Comencé a pensar entonces que si Azul había sido capaz de
pasarme esa energía desde su cuerpo yo también podía ser capaz de hacerlo con
otra persona. A Azul se la veía mejor los días que siguieron al ritual, así que
no había razones para no probar. Lo difícil era encontrar la persona correcta,
puesto que un esclavo del “Reino Universal del Edén” era un cero a la izquierda
en términos de comprensión o autoridad.
Elegir incautos no era difícil, tenía a bastantes. El
primero en mi lista era el esclavo A0002, a quien le decíamos cariñosamente
Buna. Era un chico muy sumiso, más sumiso que yo en ese momento, y con una
actitud taciturna pero indiscreta que resultaba un tanto molesta de a ratos. No
sé si era por mí o era por él, pero el tipo en cuestión tenía un sentido de confianza
totalmente entregado a lo que viniesen a proponerle. Era perfecto.
Estaba con el muchacho en cuestión en el buffet, dispuesto a
realizar el pase energético. Exactamente en el momento en el que iba a cazarlo
por las muñecas me cortó el plan, asesinando toda esperanza de pase y de
liberación. Unas palabras bastaron.
-
¿Sabés? Hace unos días me vengo preguntando… No
sé… Digo, ¿tendremos un propósito? Es decir, la rutina siempre resulta tan
frustrante y tan monótona, y encima sabemos que el sistema en el que estamos
siempre va a ser así, que no parece que tenga sentido pasar de hoy… No sé… ¿Vos
qué pensás?
La cabeza me daba vueltas.
-
Pero, pará… ¿vos te referís a monótono tipo… una
sola cosa? ¿Un solo sentido? ¿Un solo color?
-
Claro… Todos los días me parecen iguales, o más o
menos… No tiene sentido vivir el día sabiendo lo que te espera al siguiente, ¿no?
No respondí, ni quería hacerlo. No valía la pena. Su
comentario no sólo asesinó mis últimas esperanzas de salvación sino que además
me había hecho envolverme en un mar de pensamientos agitado y profundo en el
cual no se podía razonar.
Más tarde me di cuenta que el gris en mis ojos se iba
tornando oscuro, más oscuro… Ahora era yo quien generaba el gris, mi asqueroso
y repugnante gris, mi nauseabundo y putrefacto gris. Un gris muerto, color
cementerio en una tarde de garúa.
Un gris paz.
La ausencia de color me fue cegando de a poco. No sabía
dónde estaba, quienes estaban, si comía, si dormía, si soñaba, si respiraba…
Poco a poco me convertí en un ser totalmente automático, carente de cualquier
emoción o pensamiento positivos. Ya no era yo mismo, no quien recordaba al
menos, porque ya no me sentía vivo.
“Estoy muerto… Ya estoy muerto…”, pensaba. “Esto es la
muerte en mente y espíritu, soy un cuerpo vacío… ¿Tiene sentido la rutina? ¿Por
qué debe seguir su marcha el reloj?”
Pasaron los meses. Antes de eso no veía colores, en esa
tarde no veía luz.
Creo que estaba en el buffet con mi cuaderno gris, dibujando
en gris. Fue una tarde que siempre voy a recordar, porque esa tarde mi mundo
explotó en un segundo fugaz.
En la oscuridad vislumbré la silueta de Azul, que llegaba cargando
sus pertrechos. Todo se desenvolvió según la rutina de todas las tardes en el
subsuelo, y yo seguía dibujando. La escena se repetía tan dulcemente… El lápiz
gris, los cuerpos grises, las luces grises, las manos grises…
El hilo de concentración se rompió.
-
¿Qué dibujás? – preguntó Azul.
-
Una hoja gris, nada más. – respondí, como quien
responde a un reto.
La maestra Azul frunció el ceño, reprochando la
insubordinación.
-
Mostrame.
Me daba pena, vergüenza, asco… No sé por qué, pero intuía
que no debía mostrarle mi nueva visión del mundo. No quería que nadie viera el
universo como lo veía. Quería ahorrarles el suplicio a todos los seres felices
que no sufrían, sobre todo a mis amigos. Si alguien debía sufrir, pensaba, era
mejor entonces sufrir solo con el consuelo de haberlos salvado de la vorágine monocromática.
-
“Ajedrez”… - (mi nombre de esclavo) – ¡Mostrame eso,
ahora!
Solté el cuaderno sobre la mesa sin siquiera mirarlo y ella
bajó la vista. Abandoné mis pensamientos y aguardé la respuesta.
Muy despacio, casi en cámara lenta, con una mezcla de rabia,
ofensa, miedo, compasión, odio, cariño; con esa misma mirada de cuchillas, con
esa misma aura negra pegajosa que la rodeaba el día del comienzo de mi
infierno, levantó la cabeza del papel extendiendo la mano y, como un rayo
justiciero de un crimen que aún no se había cometido, me propinó un golpe tal
que llegó a resonar en todo el buffet.
-
¡¿Así ves el mundo?! – me gritó al borde de la
insanidad, mostrándome mi propio cuaderno.
Yo balbuceaba, no sabía qué decir.
-
¿Tenés idea de lo que significa el universo
gris? ¿Un mundo monótono? ¿Eh? – gritó, mientras adquiría una posición extraña
sobre la mesa acercándose a mí. - ¡Ésto es un mundo gris! ¡A ver si lo podés
dibujar!
Con una mano se corrió el cuello de su remera y pude
observar cómo es que a la altura del hombro junto al escote le sobresalían unas
venas remarcadas en negro, latiendo fervientemente. Más abajo pude observar que
algo le colgaba del cuello. Era una especie de collar de piedra gris que se
fundía en su pecho, y desde donde partían las venas negras. Era como si su
cuerpo estuviese absorbiendo el gris de la piedra, o la piedra la estuviese
consumiendo a ella… Era un mundo de oscuridad; la auténtica vorágine, marcada
para siempre en la piel y en el corazón. Era el abismo real, y en cuanto lo
supe se me llenaron los ojos de lágrimas.
Quería pedir perdón, arrancarme los pelos, salir corriendo,
treparme a las paredes, gritar, golpear, romperme… Pero no podía, pues me
sentía muerto… Qué paradoja… Qué paradoja elemental…
Azul permanecía inmóvil viendo cómo las lágrimas caían de
mis ojos grises. Mi cara estaba hecha un desastre. Saqué un pañuelo
descartable para limpiarme el rostro, y cuando lo hice me percaté de que mis lágrimas impregnadas en el
pañuelo eran grises. Mis lágrimas eran grises, todo ese tiempo el gris había
estado cubriendo mis ojos.
Bajé la vista y allí pude observar, horrorizado, la gran
mancha roja que se escurría por las páginas del cuaderno.
Azul me tomó de las manos, con una suavidad fuera de todo
protocolo y los ojos más livianos que había visto en meses.
-
Está bien, te entiendo… Vení, vamos a tomar aire
fresco.
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