Línea



El chofer, pese a estar haciendo su tercer hora de recorrido, ya estaba cansado. No había podido dormir bien, y eso no lo ayudaba en el turno de madrugada. Eran pocos los pasajeros, la mayoría personas que salían de los locales nocturnos. Sólo había a bordo del colectivo una pareja mimándose en los dos asientos de al lado de la puerta central y un hombre encapuchado durmiendo en el último asiento. Era deprimente ver el rocío helado de las madrugadas en el parabrisas, parecía empañarle la vista desde adentro haciéndole observar un mundo gris y sombrío donde las únicas almas que vagan sin rumbo son las luces de los semáforos.
La rutina dominaba la noche, como siempre pasaba en la línea. El chofer se frotó la vista al parar en el semáforo de Lavalle y con un movimiento mecánico tomó agua de una botella de plástico que había traído de su casa. Nadie pasaba por Callao. El colectivero se disponía a arrancar mientras el semáforo  encendía su luz amarilla cuando unos golpes insistentes pero suaves en el vidrio de la puerta delantera le hicieron desviar la mirada. Un señor muy mayor, calvo, con unos lentes pesados y un sobretodo gris pedía entrar al mismo tiempo que tocaba el cristal con el metal de las monedas.
Con una parsimonia producto de sus frustradas ganas de avanzar presionó el botón y la puerta se abrió.

-          ¿A dónde, jefe?
-          A Lacroze, por favor.

El destino lo desconcertó un poco.

-          Mire que llego a parque Centenario y después agarro para Paternal…
-          Me sirve, no hay problema. – respondió el hombre acercándose a la máquina boletera.

El chofer marcó el boleto en la computadora y oyó el caer de las monedas en el cofre al mismo tiempo que arrancaba. El anciano se sentó con cuidado en el primer asiento y entrecruzó los dedos sobre sus rodillas con la mirada perdida. El rocío jugaba con la humedad de la ventana y la luz de la noche porteña.
Parecía que ese recorrido nunca iba a terminar para el cansado chofer. Cuando iban a la altura del Abasto se decidió a iniciar una conversación, para resguardar los ánimos.

-          ¿Y qué va a hacer a Chacarita a esta hora, jefe? ¿Vive por ahí?

Nada de lo que había oído y visto en sus veintisiete años manejando colectivos lo había preparado para oír la respuesta del hombre sentado a su derecha.

-          No, m’hijo. Me estoy yendo a morir.

El chofer le dirigió una mirada furtiva entrecruzada con desconcierto.

-          ¿Se está yendo a suicidar a Chacarita?
-          No, no creo en el suicidio. Tampoco creo en esas pavadas de la religión, eso del Cielo y el Infierno. O… no sé si las creo, sólo me dejaron de importar. Ahora sólo creo en la realidad, y mi realidad ahora es que me estoy por morir.
-          ¿Pero se siente mal? ¿Tiene alguna enfermedad? Si no, dígame y vamos para el hospital, el Ramos Mejía está acá nomás…
 
El señor se acomodó en el asiento para encarar al chofer. Estaba muy calmado, casi que su rostro expresaba ternura.

-          No, m’hijito… Yo siempre fui muy sano. De tan sano ni siquiera pude zafar de la colimba. No tengo hipertensión, ni diabetes…
-          ¿Pero se siente mal? – insistió el chofer.
-          No.

No mentía. Estaba demasiado tranquilo como para estar sintiendo dolor o molestias.

-          Y… entonces, ¿cómo sabe que se va a morir?
-          De la misma forma que se sabe que va a ver la salida del sol, o que va a saludar a su mujer y a sus hijos cuando se llegue a casa, o que se va a despertar luego de que se vaya a dormir.

El anciano no podía responder de una forma más difícil de entender para el conductor.

-          No entiendo…

El hombre se reclinó en el asiento hacia adelante.

-          Puede decirse que es rutina. La rutina de la vida.
-          Sigo sin entender, la verdad…
-          Ya lo va a entender.

No era una respuesta muy satisfactoria. El chofer no quería ser responsable de una muerte, menos aún durante su turno de trabajo.

-          Pero, a ver, no me queda claro… ¿Cómo sabe que se va a morir hoy?

El hombre giró la cabeza.

-          En cada cosa que hago se hace más obvio. Incluso al tomar este colectivo, incluso al hablar con usted.

El chofer se dio cuenta en este punto de que, ya sea por las metáforas del anciano o por su ignorancia, no iba obtener el tipo de respuesta que buscaba. Decidió pues atacar por los flancos.

-          Bueno… ¿y qué me puede decir de su vida? Si se va a morir hoy, cuénteme un poco de usted.

El anciano comenzó a reírse a carcajadas. Al colectivero le pareció una risa sarcástica, pero más temprano que tarde se dio cuenta de que estaba expresando una alegría sin fundamento.

-          Gracias, hijito.

La conversación se tornaba cada vez más confusa.

-          “Gracias”… ¿Por qué “gracias”?
-          Por darme más tiempo de vida, m’hijo.
-          Cada vez lo entiendo menos a usted…
-          Pibe, uno no muere del todo hasta que lo olvidan.

El chofer no sabía si reír o llorar con esa respuesta.

-          Bueno, a ver… Cuente nomás…

Reclinándose hacia adelante el señor comenzó.

-          Bueno… nací en el ’44 en el barrio de San Telmo. Me acuerdo que en aquel tiempo vivíamos en un conventillo sobre Defensa, porque mi madre era española escapada de la guerra y al llegar no tenía más que lo puesto. El parto mío lo atendieron las monjas del Santa Felicitas, porque médicos no abundaban en las casuchas de chapa. Por eso, y otras cosas, mi madre me vinculó mucho a la iglesia desde muy chico, al punto de que las hermanas del convento eran mis segundas madres. Serví de monaguillo hasta que cumplí quince, para que se haga una idea.

Mientras tanto, en el ’51, nos mudamos a un departamento en Barracas. Era muy chico, casi que no había espacio para nadie, pero nos bastaba y era mejor que estar en el conventillo.

El conductor lo interrumpió.

-          ¿Y cómo se llama usted?
-          Ay, esta cabeza… Soy José Melchor Aguirre, un gusto. – dijo el anciano.
-          Ernesto Javier de los Santos, el gusto es mío. – se presentó el chofer, tratando de aparentar calidez. – Por favor, siga.
-          Pues, a los 15 años dejé de ser monaguillo por cosas del colegio. Iba a un industrial, y los trabajos prácticos eran muy exigentes.

Cuando terminé el secundario quería hacer una capacitación para poder entrar a Siam, pero el destino es injusto y la historia también.
-          La colimba… - adivinó el colectivero. El hombre asintió en silencio.
-          Igual aprendí bastante, eh. No era lo que fue después, aunque tampoco la pasé bien.
 Estaba en Córdoba, en Fuerza Aérea. No nos paraban de boludear. Nos cagábamos de frío en invierno, de hambre a la noche, de sueño de día… Lo único aceptable para mí fue el pequeño cursito de mecánica básica que nos dieron, cuando estuvimos con vehículos. Me sirvió más adelante.
-          ¿Y después dónde laburó?
-          En Siam, haciendo heladeras. No era “el sueño del pibe”, pero por algo se empieza.

En eso el colectivero recordó cómo había iniciado la conversación.

-          ¿Y cuál era el sueño del pibe?
-          Yo quería trabajar en la Ford, que para mí era la mecánica aplicada en estado puro. Pero sin experiencia en industria pesada o ensamblaje no tomaban a gente joven. Por eso pusieron su propia escuela para obreros.
-          Ah… ¿pero a usted le gustan los coches?
-          Ahora ya no… De joven sí, pero cuando fui a laburar de mecánico en los ’80 me di cuenta de que no era lo mío. Lo hacía bien, pero no era algo que me apasionara.
-          ¿Y hasta cuándo trabajó en Siam?
-          Hasta un poco antes de la vuelta de la democracia.

El anciano hizo un silencio, meditando.

-          En realidad, renuncié cuando murió mi madre. Ella siempre me dijo que tenía que seguir adelante, siendo independiente y con la frente en alto; así que con mi mujer (que conocí en Siam) pusimos un tallercito. Pensamos que nos iba a ir mejor, y por un tiempo fue así…
-          Sí… Más adelante se complicó, ¿no? Por la inflación… - agregó el conductor.
-          Sí. Eso, y que la gente no tenía auto, o no lo agregaba, o no le alcanzaba para llenar el tanque. El taller lo tenía en Avellaneda, en Wilde. En aquel momento era un barrio bastante venido a menos, muy pocos tenían auto.

El hombre hizo un silencio, y lentamente cambió su expresión. Era como si el cielo se nublara de repente.

-          Devoraron todo… - susurró. – Nos quitaron hasta el alma. Si podían vender nuestros hígados en Nueva York nos los robaban también.

El colectivero, aunque tenías sus propias opiniones, sabía exactamente a lo que se refería. Por fin había captado una indirecta del anciano.

-          La pasó mal, ¿eh?

Respondió casi llorando.

-          No te podrías hacer una idea…

Hubo un silencio, interrumpido solamente por los hidráulicos de la puerta trasera que se accionaron para permitir bajarse a la pareja de los asientos de atrás.

-          No había qué comer. A mi hija le agarró gastroenteritis por comer pescado en mal estado. Nos habían cortado la luz y… Casi se muere, porque las guardias estaban llenas, y faltaban médicos, y además no había medicamentos… Tuvimos que ir a cinco hospitales en una sola noche, caminando porque no había cómo ir, con la chiquita en brazos. – Se secó las lágrimas con un pañuelo que sacó del bolsillo. – Deliraba de fiebre…
-          Entiendo… A nosotros nos pasó algo así, con una quemadura, pero un compañero nos llevó al Fiorito.

El hombre inútilmente se contenía las lágrimas.

-          Recé tanto… Pero, tanto esa noche… No sabía qué hacer, necesitaba una guía. Decía “Dios, Dios, Dios, Dios… Dame fuerza, dale fuerza, no la dejes ahora, no la dejes así…”
-          Pero la salvaste. – dijo el colectivero.
-          No sirvió de mucho…
-          ¿Por qué? Sobrevivió…

Con una mirada punzante el hombre habló.

-          Me la mató un coche dos meses después, mientras volvía del colegio con mi señora. La madre sobrevivió al choque, pero murió en el hospital.

El conductor se quedó mudo ante esa respuesta. Se arrepintió de haber comenzado a picar la memoria de un pobre anciano con deseos (o certezas) de morir. Pero el hombre tenía más para decir.

-          Después de eso me vacié un frasco de pastillas. Sólo quería estar con mi familia otra vez…
El chofer no sabía si seguir la conversación.
-          Y… entonces, ¿por eso se va a morir hoy?

La expresión del señor cambió a un matiz de solemnidad.

-          Cuando me tomé las pastillas y estaba en el sillón delirando escuché la voz de mi hija. Creí que me estaba llamando, como la luz al final del túnel de la que siempre hablan, pero no. Decía otra cosa… De repente sentí que su manito calentita apretaba la mía y me dijo al oído: “No, papu, todavía no hace falta que vengas. Ahora estoy jugando con mami, pero cuando sea tu turno te voy a llamar para que vengas a jugar. Vas a ver, todo es muy divertido acá. Es como una plaza, con hamacas y toboganes… Sé que querés venir a jugar conmigo, pero no es tu turno.

Hubo una pausa.

-          Después de eso me desperté en la ambulancia, con una sonda en la garganta.

El colectivo avanzaba por Chacarita, casi Paternal. El rocío lentamente desaparecía deformándose en las primeras luces del alba. La avenida se iba poblando lentamente a medida que las persianas de los locales se abrían y los taxis aparecían en las esquinas. Mientras tanto, silencio.

-          Bueno, en eta esquina estoy bien para bajar, m’hijo. – dijo el anciano.
-          Está lejos de Chacarita, pasamos ya…
-          No importa, le dije que caminaría. Además, recuerde, el regreso no es problema.
-          ¿Y a donde va a ir después?

El anciano miró al chofer, como quien se entrega a una acusación.

-          Ya le dije que no creo ni en el Cielo ni en el Infierno, ya experimenté ambos en la tierra. ¿De qué me serviría temer?
 
La puerta delantera se abrió al mismo tiempo que el colectivo se acercaba al cordón de la vereda.

-          Muy bien… Adiós, m’hijo. Gracias por el viaje, y por tu tiempo, y tu paciencia con este pobre viejo.

Cuando el anciano estaba ya cruzando el umbral del descenso a la calle el chofer, olvidando su pudor ante la situación, le hizo una última pregunta al hombre.

-          Entonces, si ya vivió el “cielo” y el “infierno” en la tierra, ¿por qué va a morirse justo ahora?

El anciano, ya en el cordón de la vereda y ajustándose el abrigo, le respondió en total calma las palabras que resonarían por largo tiempo en la memoria del conductor de aquella línea.

-          Destino, m’hijito, destino.

La puerta se cerró despacio, mientras el hombre enfilaba su rumbo hacia la esquina que había quedado atrás. El colectivo arrancó sólo para detenerse con la luz roja del semáforo en la esquina, ya a pocas cuadras de ingresar a Paternal. El blanco mortecino del alba anunciaba el nuevo día, la noche moría despacio. Un perro enfermo cruzaba rengueando por la senda peatonal que aún no se poblaba. Todo era calma, como si todo estuviese hecho para ser lo que era en ese momento.

Antes de arrancar para finalizar su viaje, el colectivero dirigió una última mirada al anciano por el retrovisor.

Despuntó la aurora.

La luz se puso en verde, y el micro arrancó con la figura del anciano en el espejo, de la mano de una niña, perdiéndose juntos felizmente en las calles de Buenos Aires.

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