25 de mayo



Es poco lo que hay que aclarar acerca del 25 de mayo. El cabildo, la lluvia, la plaza, French y Berutti repartiendo listones, todo es parte del cuadro pintoresco y mítico de los comienzos de la creación de la patria.

Pero, volviendo a aquellos días y a todos los acontecimientos, ¿fue verdaderamente “patriótica” la revolución de mayo? ¿Se perseguían los ideales de ‘libertad’, de ‘liberalismo’ o de ‘libertinaje’? Tal vez todos, tal vez un par, tal vez ninguno.

Los antecedentes de las invasiones inglesas al Rio de la Plata de 1806 y 1807 no fueron los primeros que anticiparon la revolución. 

Con las reformas borbónicas, claves para el nuevo modelo del despotismo ilustrado que se presentaba en España en el siglo XVIII y llevadas a cabo a causa de la caída de la producción de plata en Potosí, se le exigieron más tributos a las minas y productoras de materias primas, puesto que casi todas ellas eran vendidas a las nacientes industrias inglesas, francesas y holandesas incluso antes de que se embarcaran hacia la metrópolis y las ganancias para el estado español no siempre eran favorables. Los nuevos regímenes de pago para los terratenientes y mineros, sumado a la organización feudal del trabajo en América que les causaba la ilusión de ser amos y señores, generaban disconformidad entre las clases dirigentes. No se atrevían a hablar de revolución en plenas reformas para un “progreso”, pero sí hablaban de contrabando y piratería.

Era más barato para los compradores y más beneficioso para los dueños de los productos hacer las transacciones sin tener a la Corona como intermediaria, evitando pagar la quinta parte que obligaba la ley. También era mucho más fácil, sobre todo para Inglaterra, apoderarse de esas quintas partes mediante sus corsarios en el Atlántico. Era un negocio silencioso que beneficiaba a muchas minorías a un riesgo bastante alto de ser acusado de traición.

Con la caída de Fernando VII ante la ocupación francesa de Napoleón, Inglaterra tuvo una excusa para intentar asumir en Buenos Aires una posición real y definitiva. Así Gran Bretaña lanzó las invasiones de 1806 y 1807, que contaron con el apoyo de amplios sectores del comercio, el campo y la burguesía. Pese a este apoyo, los intelectuales y los fieles a Fernando VII reconquistaron y defendieron el puerto por los dos años de invasiones. Si bien esto frustró una gran oportunidad para los negocios de estos señores feudales, hizo nacer un sentimiento de pertenencia y americanismo que actuaron como semillas de la revolución. Una revolución que también se inclinaría hacia el lado de las minorías.

Cuando cayó la Junta Central de Sevilla ya no llegaron órdenes sobre cómo organizarse desde la metrópolis, puesto que el virrey había perdido su representatividad por considerarlo leal al antiguo régimen. Se debían tomar decisiones, ¿pero cómo? ¿Con una revolución armada, como en Francia? ¿Con una votación popular? ¿Haciendo que los Patricios tomen el fuerte? La respuesta que quedó más al agrado de los grandes intereses fue un cabildo abierto, que en primera instancia nombró al mismo virrey como presidente de una junta de eclesiásticos y burgueses.

Pese a ello, un grupo de intelectuales y abogados en colaboración con verdaderos revolucionarios pidieron un nuevo cabildo abierto. Uno de estos intelectuales era Mariano Moreno, quien había hecho su tesis de abogacía acerca de los derechos indígenas y era un ferviente defensor de la libertad y la identidad patriótica popular,, Otro era Manuel Belgrano, impulsor teórico de la industria en el Río de la Plata una vez concretada la revolución y visionario de un gobierno monárquico inca. La segunda instancia fue un éxito y lograron por fin deponer al virrey, asumiendo Saavedra como presidente de la Junta.

En cuanto la escasa minoría intelectual comenzó a proponer un ciclo de desarrollo industrial, que Buenos Aires fuese su propia metrópoli, la abolición definitiva de la esclavitud y demás obstáculos para el verdadero espíritu de la revolución fueron suprimidos inmediatamente. Moreno fue enviado a una audiencia en Inglaterra para solicitar apoyo al gobierno del Rio de la Plata (claro, como si Londres fuese la nueva metrópolis), y murió envenenado en alta mar. Manuel Belgrano, abogado, fue asignado como general al Ejército del Norte y enviado a los bastiones realistas de Salta, Jujuy y el sur de Bolivia a una muerte segura. Si bien la sagacidad y el conocimiento de las estrategias militares europeas lograron salvarle la vida y asegurarle un par de victorias, también lograron suprimir a su ejército, debiendo entregarle el mando más tarde al General San Martín y volviendo a Buenos Aires para morir enfermo y en absoluta pobreza en 1820.

Tal vez esta revolución no persiguió objetivos tan nobles como aquella que tuvo lugar con el cacique Túpac Amaru en el Perú unos años antes, cuando puso sitio a Cuzco con sus huestes de campesinos reclamando la tierra de sus ancestros, o la sublevación de los esclavos azucareros haitianos en 1791 desafiando el orden para ganar su derecho a la libertad, pero fue el comienzo de muchas libertades que de otra forma nos hubiese sido imposible conseguir. Y, más importante aún, fue el comienzo de nuestra patria, un país que más allá de que compartamos o no sus bases, sus gobiernos, sus leyes y su estructura, todos compartimos los frutos de su existencia a través del hecho de ser ciudadanos libres.
Más allá de todo, a partir de esta revolución nos hemos asegurado la oportunidad de luchar por aquello que creemos justo, como han hecho nuestras generaciones pasadas, como lo hacemos nosotros y como habremos de hacerlo en un futuro.

Compañeros, ¡viva la patria!

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