Cadáver exquisito:
El condenado miró por la ventana. La ventana estaba
húmeda. Húmeda estaba su cara, las lágrimas le empapaban el rostro. Rostro… Él
ya no tenía. Tenía solamente la culpa de sus actos, pesándole en el alma. El
alma que él había perdido.
Perdido en ese mar de sombras y locura entre barrotes de
2 x 1.40 debía tener su última instancia de alegría antes de su destino. Su
destino y sus pensamientos hacían más grande su locura inocente. Inocente sólo
de su destino, pero responsable de crear las circunstancias. Las circunstancias
de aquel momento hacían imposible la idea de alegría. Alegría era lo que le
había quitado a sus víctimas, a cambio de dinero y la ilusión de humanidad. Y
la ilusión de humanidad se convirtió en una visión antropomórfica, y luego en
alucinaciones psicodélicas causadas por la droga que compraba con aquél dinero.
¿Dinero…? Dinero es el nombre en la tierra de Mammón, el demonio del Dinero y
la Avaricia.
La Avaricia de Mammón lo fue consumiendo poco a poco,
primero en el cuerpo y luego en el alma. El alma se le escurrió gota por gota,
al igual que la sangre, el semen, y la
saliva cuando la policía lo apresó en su guarida. Su guarida era ahora su
celda. Su celda, que se le cerraba cada minuto un poco más, y sin embargo le
daba la libertad de analizar su conciencia. Su conciencia era lo único humano
que le quedaba. Le quedaba sólo rezar, hablarle al viento y sentir la caricia
helada de la lluvia.
La lluvia le volvió a empapar la cara en aquella tarde
nublada de invierno. Invierno y él eran uno, para sentir por última vez lo
terrenal en su marcha al Cadalso. El Cadalso, con su soga húmeda, y su verdugo
frío, no tenía piedad ni en un día de tormenta. La tormenta estalló en sus
ojos, con un trueno de clemencia. ¿Clemencia, la Piedad deiforme, tendría acaso
compasión de una cucaracha que se prostituyó ante Mammón sin lamentarlo ni un
momento? Un momento fue lo que duraron los gritos, antes de que los palos los
ahogaran de nuevo. Y de nuevo de pie, rumbo a su destino insensible.
Insensible estaba su cuello por los golpes, así que no
sintió nada cuando le colocaron la soga. La soga le pesaba, al igual que los
ojos. Los ojos miraban al cielo encapotado, tal vez buscando el reino caído del
cual nunca sería parte. Parte de él quería que el verdugo tire de la palanca de
una vez y que termine con todo, pero no
sabía lo que le esperaba bajo la tarima. Bajo la tarima estaba la boca dentada
de Mammón, esperando para saborear aquella alma podrida que el mismo había sembrado en ese cuerpo maltrecho.
Maltrecho, allí bajo la lluvia, esperaba su final, ahora paciente.
Paciente se le acercó el Obispo y le dio una vana
bendición en la frente. La frente se le caía de vergüenza, hasta los medios
habían ido a televisar su muerte. Muerte, la Madre que acuna por siempre, ya le
acariciaba el hombro con su mano gélida. Gélida era la mirada del juez, que se
clavaba con morbo en los ojos al condenado. Al condenado le vino una idea
extraña a la cabeza. La cabeza le había hecho reflexionar y arrepentirse, y sin
embargo se ve luchando contra la incomprensión y el odio de aquellos que son justos ante Dios. “Dios
no puede salvarme de todas formas, no pertenezco a su reino. Su reino es
ficticio, pues se manifiesta cuando se ausenta el Infierno. El Infierno es real
porque lo he visto a lo largo de mi vida, y ahora voy a ir a cumplir mi
condena.”
Y su condena se hizo efectiva, y cenaron su alma en el
Banquete del Azufre para saldar su deuda. Deuda que contrajo con los demonios,
generándosela sólo en una vida de malandra.
Malandra o no, no perdía nada. Nada existe hasta que
se lo siente en los huesos, calando el alma etérea.
Pablo Daniel Fernández
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